domingo, 3 de abril de 2011

CAPITULO 7

A los pocos minutos, llaman a su puerta. Alberto se levanta y acude a la llamada. Pero no llega a abrir. Se queda petrificado. Sigue pensando en que él no pinta nada en esa quedada de compañeros de trabajo. Una segunda timbrada le hace volver en sí y esta vez sí que reacciona abriendo la puerta. Pero se sorprende al ver quién llamaba.

- ¿Ángel?,- pregunta extrañado -. ¿Y Dani? Me dijo que iba a venir él...

- Pues he venido yo,- responde Ángel.

Alberto comenzó a ponerse tenso. Seguro que Ángel sabía que le dijo que no y que el pretexto del dolor de cabeza era mentira. Se sentía incómodo. Ahora tendría que explicarse ante su jefe.

- ¿Qué, Alberto? ¿Sales o entro?

- ¿Eh?,- Alberto reacciona.

- Que si nos vamos ya o prefieres hacerte el remolón.

- Ah...,- Alberto seguía dándole vueltas a la cabeza al asunto de la mentira -. No. Nos vamos ya...,- coge las llaves y cierra la puerta. Sigue a Ángel escaleras abajo. Se notaba a Ángel bastante alegre, sobre todo en que saltaba las escaleras de dos en dos y deprisa; Alberto iba algo más rezagado y lento. No quería estar al lado de Ángel todo el rato. Se sentía muy incómodo.

- Venga, Alber,- le dice Ángel, ya en la puerta, cuando Alberto ya ha bajado el último escalón -, que se nos va a hacer tarde,- y, cuando ya está junto a él -. ¿Te puedo llamar “Alber”?

- Claro...,- responde aún tímido, sin poder mirarle a la cara.

Alberto sale el primero a la calle, ya con cierta prisa, pero un silbido le llama la atención. Ángel le llama en la otra dirección.

- Tengo el coche por allí.

Alberto rectifica su marcha y sigue a Ángel durante unos pocos metros hasta llegar a un coche. Alberto se queda de pie, delante de la puerta del copiloto, mientras Ángel toma su puesto delante del volante.

- ¿Vas a montar o qué?,- pregunta Ángel, ya con cierta seriedad, saliendo nuevamente del coche. Alberto vuelve en sí y monta en el coche.

Ya no se lo creía. Estaba en el coche de Ángel Martín, y con el propio Ángel Martín conduciendo. Pero seguía avergonzado por cómo se portó aquella tarde.

- ¿Me vas a decir ya qué te pasa, Alber?,- le pregunta serio, ya dentro del coche en marcha. Ángel no apartaba su seria mirada de la calzada -. Desde que he venido a por ti, te he notado muy raro, como si me evitaras. ¿Puedo saber qué te pasa? Y espero que sea lo de ir a una cena con tu jefe,- media sonrisa irónica. Ángel era el rey de esas sonrisas. Y, posando su mano en su rodilla, le dice -. Puedes confiar en mí. Mírame como un amigo y no como un jefe. En Globo todos somos amigos y nos lo contamos todo.

Alberto no se atrevía a contárselo, pero, sin saber de dónde sacó la fuerza, se lo dijo.

- Verás... Te dije que no, no porque me doliese la cabeza, que no me dolía, sino porque no me veía saliendo con vosotros. ¿Qué pinto yo con vosotros? No tengo nada que ver con vosotros...

- ¿Eres tonto?,- le responde Ángel, parado ante un semáforo. Le miraba a los ojos -. ¿Cómo que no pintas nada? Vale que estés nervioso y todo eso, pero, aunque no lo parezca, formas ya parte de nuestra familia. Cuando te quieras dar cuenta, ya estarás de risas con nosotros,- y le sonríe. Y esa sonrisa tranquiliza un poco al joven.

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