lunes, 8 de agosto de 2011

CAPITULO 57

Se encontraba ya ante la verja del edificio. No se atrevía a pasar, pero no porque no pudiera, porque podía entrar cuando quisiera, sino porque algo se lo impedía, algo invisible le obligaba a quedarse donde estaba. Y no era el guarda de seguridad que protegía la entrada. Ya se conocían y no le iba a impedir el paso, pero no quería que le reconocieran precisamente ahora. Era un buen momento para entrar rápidamente. Parece que el guarda de seguridad, dentro de la garita, está con la vista baja (leyendo o haciendo algún pasatiempo), pero cuando iba por fin a dar el primer paso, un movimiento brusco del guarda la paraliza durante un segundo, inundando su cuerpo de un sudor frío. Logra reaccionar y se esconde detrás de uno de los coches que había aparcados a su lado. El guarda sale de su cabina.



- Me ha pillado,- piensa mientras maldice el no tener el poder de empequeñecerse hasta algo microscópico.



Pero no, el guarda no se encamina hacia la entrada, sino que toma el camino contrario.



- Ahora sí que sí,- piensa mientras recorre su cuerpo en busca de valor y entra corriendo, pero a hurtadillas, al edificio.



Pensaba entrar por la puerta principal, pero era imposible, ya que la recepcionista la descubriría, por lo que decide entrar por la puerta de acceso al edificio que hay junto a la garita. Cuando llega, empuja la puerta.



- ¡Maldición!-, exclama para sí al comprobar que no puede entrar -. ¿Y ahora, por dónde entro?



Pero debe retirarse. Descubre que alguien se acerca de dentro del edificio hacia esa puerta. Como si hubiese descubierto que en su vida anterior fue un canguro, da un gran salto hasta esconderse entre unos matorrales cercanos. Dos jóvenes salen, hablando entre ellos. Cuando ya no hay peligro de que le descubran, sale de su escondite y se dirige de nuevo a la puerta. Con una sonrisa vergonzosa abre la puerta.



- Nunca me acuerdo que se abre hacia fuera.



Ya estaba dentro. Pareció haber pasado media vida mientras se colaba, pero sólo pasaron un par de minutos. Pero ahora venía lo más complicado: que nadie le viera. Podría ponerse detrás de uno de tantos cicus que invadían los pasillos, o dar la espalda, haciendo que está cogiendo agua o café de alguna máquina. Pero no le hizo falta, no se encontró con nadie.



Llegó hasta la planta que quería. Con el corazón galopando en su pecho como un potro desbocado, no se atreve a mirar. Pero lo hace, con miedo. Entre toda la gente que se agolpaba en aquel lugar, yendo y viniendo, oyéndose teclear fuertemente en los ordenadores cercanos, conversaciones entremezcladas, lo ve. A través del cristal que hacía las veces de pared de su despacho le ve. Estaba igualmente tecleando en su ordenador. Su compañero le imitaba, pero con la salvedad de que también le hablaba, a lo que él respondía riendo y asintiendo. De repente, ve cómo su compañero le agarra fuertemente del brazo mientras le habla calurosamente. Gesticulaba en exceso, con movimientos graciosos. Él le mira a los ojos mientras sigue riendo. Sin duda, le estaba contando algo divertido.



De repente, algo aparece, interponiéndose a esa escena. Se asusta y vuelve a su escondite, pero se calma un momento y vuelve a mirar. Era un joven que había aparecido de repente. El joven le había dado la espalda mientras se dirigía al despacho. Duda en llamar, pero tras pensarlo unos segundos, levanta el puño y golpea la puerta. Al momento, los dos ocupantes del despacho dejan de hablar y miran hacia la puerta. El joven abre la puerta, tímidamente, y asoma la cabeza. Al momento, él se levanta rápidamente de su silla al verle. Se acerca a él y le abre la puerta. Le saluda afectuosamente, pero el joven no se mueve de la puerta. Le habla en privado. El compañero del despacho vuelve a teclear en el ordenador. De repente, interrumpe al joven que acaba de entrar y se vuelve a su compañero, que seguía tecleando. Su compañero parece que se detiene a regañadientes por el suspiro que parece dar al dejarse caer sobre el respaldo de la silla. Se levanta de la silla y sale por la puerta, no sin antes decirle algo a su amigo cuando llega junto a él, y después al joven. Sale mientras su compañero cierra la puerta, sonriendo por el gesto amenazante que le hace al joven de señalarse los dedos y alternando con señalar, en la distancia, los del joven.



No se mueve de su escondite. La conversación que tiene con el joven alimenta su curiosidad. ¿Hablarán de…? De repente, ve cómo salta de alegría y abraza al joven con gran afectuosidad. Salen de la oficina. El joven se detiene. Mira fijamente hacia donde está. Se esconde.



- Me ha visto,- piensa para sí -. Esta vez sí que me ha visto.

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